Esquivo las balas que fabrican tus palabras.
Mientras sorteo las baldosas levantadas en nuestra casa.
Porque quizás escondan alguna mina del campo de batalla.
O los pecados, por los que ya no me hablas.
Un cuaderno me sirve de escudo,
el lápiz hace las veces de puñal
y el bolígrafo de espada.
Su punta, siempre afilada.
Rota, no me vale nada.
La tinta de la pluma estilográfica se convierte en ácido,
rompe tu voz y atasca las balas en tu garganta.
Papeles con manchas de café camuflan mis lágrimas.
Granos en polvo sirven de sombra a mis ojeras burtonianas.
Pienso en empezar a tatuarme los recuerdos,
para dejar de olvidar a las personas que quería y, creo, todavía quiero.
Porque ya no siento.
Solo cosquillas con cada estocada.
Malestar, ante el recuerdo de los besos y caricias que antes me dabas.
Impotencia, por cada indirecta que me lanzas.
Odio, por no ser capaz de sentir nada.
Por haberme olvidado de querer, y, en su lugar, haber aprendido lo que verdaderamente significa temer.
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