En mi casa me llaman Murphy,
por esa ley famosa que sostiene la Teoría del Caos.
Dicen que soy como un desastre natural,
terremoto o huracán;
ese alguien a quién no se le pueden encargar cosas importantes,
porque todos saben que lo hará mal,
romperá algo
o provocará una catástrofe nuclear.
Hay quien me cree Odisea,
piensa que destruyo todo cuanto toco,
que soy incapaz de valerme por mí misma
o que no llegaré a nada en esta vida.
A lo sumo pondrán mi nombre al próximo huracán,
la gente olvidará a Katrina
y al menos se me recordará.
Soy la soñadora rockera de la familia;
la de la carrera basura,
el pato mareado que no sabe bailar,
la niña aburrida que confundía requetón* con queso,
la que se pierde entre calles y metros,
hace planes raros
y luego se entretiene leyendo.
A veces me llaman caos,
ni siquiera se molestan en endulzarlo.
Se enteraron de que tomaba el café solo,
que me iban los sabores amargos.
Lo sueltan de forma natural,
sin masticarlo.
Les trae sin cuidado,
dan por hecho que ya me he acostumbrado.
Cuando mi padre se enfada,
grita.
Pero ella siempre está gritando.
Yo la respondo en forma de sarcasmo.
A cada uno de ellos
le recuerdo al contrario.
Supongo que por eso se divorciaron,
por su incapacidad de ponerse de acuerdo en algo.
Las personas mayores nunca tienen las cosas claras.
Lo único en lo que mis padres coinciden, es en mi alias.
Me llaman Murphy, Caos, Odisea y Desastre;
la sinceridad para ellos es muy importante.
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