A media noche huye del escenario, corre escaleras abajo, pero no se le cae el zapato.
Llega tarde, tarde a casa y tarde para hablarle o tan si quiera presentarse.
Simplemente es tarde. Tarde para actuar y decir acción; hace tiempo que gritaron corten, ya han recogido la escaleta y se han ido todas las estrellas;
solo queda ella, la chica de las medias rotas.
La carroza, convertida en autobús, partió a menos cinco, ahora son en punto.
Es muy tarde para el metro, y los taxis se salen de su presupuesto, le toca ir a paso ligero.
Cae y tropieza o tropieza y cae; es tan torpe que cuando se trata de ella, nunca se sabe qué ocurre primero.
Tal vez se torciera el tobillo, al no estar acostumbrada a llevar tacones de cristal de más de quince centímetros.
O tal vez, por una vez, no fuera culpa suya. Puede que alguien la pusiera la zancadilla, puede que todo fuese premeditado, que alguien planeara tenderle la mano, y ocasionar así un encuentro fortuito digno de película, libro u obra de teatro.
- ¿Estás bien princesa?
- No me gusta que me llamen princesa.
- ¿Cómo entonces?
- ¿Disculpa?
- ¿Cómo debería llamarte?
- Buttercup -tergiversó ella- puedes llamarme así, ese es mi nombre.
- Cómo desees Buttercup, mi nombre es Iñigo.
- ¿Qué has dicho?
- Siento no ser tu Westley, pero siempre me ha gustado más Iñigo Montoya.
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