Dejó de escribir, de la noche a la mañana, un día se despertó sin alma y sin ganas de nada. Intentó apuntar algo en su libreta, pero la hoja en blanco se le antojó demasiado delicada, sus manos no parecían responder a lo que su cerebro, a gritos, vociferaba.
Las gotas de agua salada que, antes, sus escritos emborronaban, caían en cascada deslizándose por sus mejillas, sin poder, ella, controlarlas.
Las canciones tristes se tornaron estridentes y ni el mismísimo Chet Baker fue capaz de apaciguarla.
Nunca tendría constancia de lo que, en ese momento, su cabeza rondaba.
Impotente y acelerada, supuso que habría llegado su hora, era la única alternativa que para ella todo lo explicaba.
Solo que no sentía nada, ni el dolor o el frío del que en las novelas se habla; tampoco el sentimiento de nostalgia, por el último aliento de vida que la quedaba.
Nada por nada, nada por nadie,
ya ni siquiera le recordaba.
Sus ojos azules, sus palabras;
sus pestañas rizadas, su nombre complejo,
sus besos y versos,
dientes torcidos,
y las canciones que a veces al oido la susurraba.
La pluma de pronto parecía afilada. Sus ojos frenaron el llanto, y miraron la hoja húmeda, ahora manchada, y de forma casi mecanizada su nombre escrito en sangre apareció de la nada. Hizo falta que ella muriera para que lo recordara.
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