Lo admito, me asusté,
me cagué por la pata baja,
lo hice a conciencia,
fui cobarde y huí,
ahora no puedo negarlo,
pero tampoco aceptarlo.
Lloré, no me quedó otra,
las lagrimas surgieron,
sin venir a cuento,
sin yo pretenderlo,
mis ojos se humedecieron,
y pronto mis mejillas también lo hicieron.
Salí corriendo,
como una niña pequeña, ridiculizada, derrotada, intentando escapar,
perderla de vista,
darle esquinazo,
Ignorando la realidad,
sumiéndome en una oscuridad ficticia, a modo de autodefensa.
Ni siquiera llegué a huir de sus ofensas,
empecé a correr antes de que todo ocurriera,
anteponiendome a lo que pudiese pasar;
porque ya estoy acostumbrada a esta sociedad.
Caí, pero lo hice mucho antes de empezar a correr.
Antes de asustarme,
y por supuesto mucho antes de que mis ojos decidiesen que el sol no merecía ser de agosto el protagonista,
que era un bonito día para nublarme la vista.
Hace años que vendí mi alma al diablo,
cuando mi corazón parecía haberse roto en mil pedazos,
y las ganas de vivir se confundieron con las de morir,
cuando mi cuerpo solo se esforzaba por subsistir.
Lo cierto es que huí,
de sus juicios insustanciales,
de sus miradas triviales,
y de mi actitud pusilánime.
Lo admito, salí corriendo,
pero ahora lo pienso,
y no me arrepiento.
Es mejor ver pasar el tiempo corriendo,
que con gente que solo te provoca sufrimiento.
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